En la
primavera del 2011 me ingresaron en el hospital y empezó nuestro descenso a los infiernos.
Tumbada en la camilla de Sant Pau oímos por primera vez en nuestras vidas la
palabra atresia de esófago. Un embarazo hasta entonces normal se torció. Y
buena parte de nuestros sueños como padres se quedaron ese día en pausa,
retenidos por una mano invisible. En esa pequeña sala de ecografías se quedó
también una parte de nosotros mismos. El mundo seguía girando a nuestro
alrededor entre las prisas y el humo de la ciudad y nosotros quedamos estancados. Y lo que
pensábamos serían unos meses se convirtieron en años. Casi 4 años.
Mucha
gente piensa que lo peor fueron los seis meses de uci, con la vida de Pol
siempre tan frágil como un cristal. Pero no. El infierno llegó después. Cuando
no habían enfermeras, ni doctores, ni auxiliares con nosotros, sólo el miedo y
el abismo. La responsabilidad abrumadora de su corta vida en nuestras manos.
Porque nos dieron un bebé herido, muy herido, maltrecho de operaciones y
cortes, de pinchazos que llenaban sus manitas con puntitos blancos. Imposible
encontrar un huequito en ese maltrecho cuerpo sin ellos. Un bebé que se
ahogaba porque no sabía tragar su propia saliva. Un bebé con un retraso motor
considerable después de medio año tumbado, con terror de que le tocaras la
boca, hasta para besarlo, por si le ponías una sonda. Un bebé que necesitaba
comer con un botón en el estómago y cambiar mil veces al día por la
esofagostomía. Y luego llegaron las terapias, agotadoras, diarias, extenuantes.
Pero pronto Pol cambió y sonreía y empezó a caminar y a comer y nos impulsó hacía adelante. Pasó un año y medio
en casa y a pesar de la dureza y los miedos de los primeros meses conseguimos
ser felices y lo que es más importante, que él lo fuera. Conseguimos hacer normal lo que no era. ¿Por qué al fin y al cabo qué es lo normal? No conocíamos más paternidad/maternidad que esa.
Pero
llegó la operación cuando nuestra vida parecía volver a la normalidad (dentro
de lo complicado que era todo). El quirófano, la espera, la pesadilla del
hospital de nuevo. Salimos al mes, exultantes, de nuestra última batalla en la
que las cosas, por primera vez, nos salían bien y sin complicaciones. Y no sé
si fue por la inocencia de volver a recuperar la normalidad que nos
equivocamos. De pleno. Pensando que por fin había acabado la pesadilla. Por eso
nos pilló desprevenidos todo lo que llegó después. Enterramos en el fondo de la
memoria las sondas, los botones, los pañuelos. Vaciamos el cajón del material
médico. Lo apuntamos a la guardería por primera vez. Soñamos con ese sueño que
dejamos en pausa en la sala de ecografías. Pero llegaron los audífonos, se
multiplicaron los médicos y lo que fue peor: las secuelas psicológicas. Nuestro
príncipe, siempre con la sonrisa eterna, lloraba, pegaba a otros niños, se
autolesionaba, nos desesperaba completa y enteramente. Nos superaba. Y por
primera vez, nosotros, los papás que todo lo podían, los que siempre veían el
lado positivo, los que lucharon por la felicidad en las peores circunstancias,
esos mismos padres invencibles se hundieron en el lodo. En la pura desesperación. E hicimos
nuestra propia travesía en el desierto, bajamos al mismo infierno de nuevo. Porque uno
puede soportar lo que sea siempre y cuando su hijo le sonría, tire de él, le dé
fuerzas. Pero Pol era una vela que se consumía de nuevo. Por primera vez
tuvimos que vivir y no sobrevivir y no estábamos preparados para ello. Como
esos soldados que vuelve a casa después de años en las trincheras y son incapaces de
encontrar la paz.
Tuvimos
que volver a empezar y recomponernos. Como pareja, como padres, como personas.
Recoger todos los pedacitos que se habían quedado en el suelo, unirlos de
nuevo. Volver de la oscuridad. Salir de ese túnel oscuro, muy largo,
larguísimo, en el que nos habíamos quedado parados casi en el final de la meta.
Pasaron los meses, llegó el colegio y con él la alegría. Pol no se despertaba llorando todas las
mañanas. Le encantaba ir, se relacionaba con otros niños, volvió a ser todo
ternura, volvió a ser mi Pol. Y aquí
estamos de nuevo, juntos, pulsando los tres el botón que pausamos un día. Porque la vida sigue su
curso, incluso para los que se apearon. Porque para ellos también pasa el tren de nuevo en la estación y hay que subirse
a él, siempre, porque siempre se puede volver a empezar.
Ya
no te preocupes, mi vida, ven con mamá, abrázame, bésame como sólo tú sabes. Ahora ya no hay que luchar por respirar, por comer, por caminar. Ahora ya no tienes que ser un héroe, ahora no hay que sobrevivir, mi bebé, ahora sólo debes ser un niño, un
niño feliz. Acabó la guerra y volvemos a casa.
Bienvenido a la vida,
de nuevo, mi pequeño. Bienvenido, como dice papá, al primer día de nuestra
nueva vida.
:`)
ResponEliminaUn gran brazo
Es impresionante saber la capacidad que tienen nuestros hijos para poder sobrellevar todo esto. Mi bebé nació con atresia y fístula traqueoesofágica, después de estar casi 2 meses y medio hospitalizado seguimos en la lucha para que pueda ser operado. Sé que el camino es muy largo pero historias como la tuya me dan esperanza y fuerzas.
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