Ayer era una idealista, llena de sueños y letras, en una cabeza repleta de rizos. Ayer tenía muchas cosas y no sabía disfrutar de nada. Ayer dedicaba
energía y tiempo a personas que no se lo merecían, pendiente siempre de la
aprobación de los demás. Ayer me consumía en un trabajo duro, con mil exigencias, que me llenaba de estrés y no me dejaba respirar entre el humo. Ayer
era una niña, a veces caprichosa, a menudo inestable, demasiado
obsesionada en agradar.
Y llegaste tú, con esos ojos enormes y tan vivos en ese cuerpo diminuto y
consumido que anunciaba muerte. Pero tú eras pura vida. Y llegaste tú, a sacarme
del ayer, dándome un presente. Un hoy estoy vivo, un hoy
estoy contigo. No importaba nada más. No importaba que sucedería mañana. Dejó de
pesar el ayer como una losa. Dejó de preocuparnos el futuro. Porque el futuro era
aquello que venía después y tú sólo tenías un ahora.
Ayer era joven y con una vida por estrenar. Sin arruguitas en los ojos y sin la huella del sufrimiento
en la mirada. La tristeza y la pena dejan un surco de fuego en los ojos. Pero
si eres capaz de sobrevivir a ese fuego, de no quemarte en él, de renacer entre
tus propias cenizas, te vuelves invencible. Porque perderás el miedo a la
muerte y disfrutarás como nunca de la vida. Porque a veces la mejor forma
de seguir es la de volver a empezar. Renacer, revivir, volver a construir desde
los cimientos. Al fin y al cabo, avanzar.
Llegaste tú, y dejó de importar
todo. Le diste sentido al tiempo y me enseñaste lo que significaba la palabra
paciencia, el valor de la constancia, el significado de la lucha. Y llegaste tú y distes sentido a todas las cosas. A cada rayo de sol, a cada gota de lluvia. Llegaste tú
y todo se volvió claro, fácil y tierno en el momento más difícil, duro y atroz
de mi vida.
Y llegaste tú y vencimos juntos. Y llenaste mi ayer, mi hoy y mi mañana. Y a la que te dio la vida le diste el regalo de aprender a vivirla.