Dentro
de poco hace un año que llegaste a casa, que naciste por segunda vez, que
salimos por la puerta de Sant Pau y lucía un sol de otoño tan radiante y tal
dulce que nos acariciaba la piel.
Parece
mentira que sea la misma mujer, con cara de asustada, que cruzaba de nuevo el
umbral del hospital, esta vez feliz, esta vez con las manos y el corazón
llenos. Parece mentira que sea la misma persona, que muertecita de miedo, te
miraba cada noche por si respirabas. Y con razón, porque no era un miedo
irracional de primeriza, sino un miedo real, muy real.
Cómo
he cambiado desde entonces, cuánto me has hecho aprender a tu lado. Contigo no
hay problemas. Los más gordos ya los vivimos en aquel sótano del hospital donde
apenas entraba la luz ni la esperanza en los días grises. La ventaja de pasar
por una experiencia tan extrema es que deja de darte miedo vivir y dejas de dar
importancia a las cosas que no la tienen.
Ahora sonrío
con cariño cuando recuerdo como conté los minutos, segundos incluidos, que tardaba de casa a Sant Pau
corriendo contigo en brazos por si en uno de tus ahogos dejabas de respirar. O
cómo no me ponía el pijama hasta que era muy tarde por si tenía que salir
corriendo. Temblando cada vez que me quedaba en casa a solas contigo
pero sin atreverme siquiera a decirlo en voz alta para que ese miedo no me
engullera. Y sobretodo recuerdo esos primeros días juntos, despertándome porque
te ahogabas y no por tu llanto, angustiada por los medicamentos y los horarios,
abrumada por la maternidad, envueltos en la locura... pero
inmensamente feliz de tenerte conmigo. Sin cables, sin sondas, sin partes...
Y
parece que fue ayer que un papá y una mamá muertos de miedo y alegría llegaban
a casa con su bebé.
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